Inicio escritura primer borrador: marzo 2023
Fin primer borrador: mayo 2023
Edición: junio 2023
Segunda edición, corrección, maquetación y publicación: julio 2023
Finaliza julio... No puedo creer que haya logrado mi objetivo, lo mío me ha costado, no voy a mentir. Ha sido un camino de felicidad y también de incertidumbre, de cambios de opinión, de desesperación y preguntas. Todo comenzó a principios de este año, entonces estaba felizmente dispuesta a escribir una novela juvenil de fantasía y aventura «O tesouro das gárgolas» en gallego, para enviar a la editorial Galaxia. Bueno, esa es la idea que había elegido como prioritaria en ese momento. Como dije en esta entrada sobre los procesos creativos y escribir un libro, lo primero que hago como escritora es decidir qué voy a escribir. Cuál idea de las que tengo por ahí abandonadas es la que pasará a primer plano.
Siento que esta entrada va a ser un poco larga, pero si te quedas hasta el final podrás leer el prólogo y el primer capítulo de Ciudad Gris, una recompensa a esa ansia lectora que te acompaña.
Así que a principios de año, mientras enviaba otra novela a buscar editorial, empecé a pensar sobre esa historia juvenil y fantástica. Enseguida se me ocurrieron miles de ideas, como siempre me pasa. Podría parecer una bendición, pero en ocasiones tal marabunta de pensamientos impide avanzar hacia algún lugar seguro. En marzo ya estaba pensando en dejarlo, ¿y si acaso me estaba obligando a escribir algo que no me apetece? Me preguntaba. Tengo la certeza de que solo era míster cerebro poniendo un pie sobre la mesa, me aburro, decía cansado.
La escritura ya no fluía, todo me parecía horrible, así es. El narrador no me cuadraba, los personajes no me gustaban. (En realidad, me faltaba estructurar más las ideas, es todo) Lo que ocurrió es que pronto empezaría el plazo para el Premio Literario Amazon 2023 (ese mismo al que quise acudir el año pasado y no fue posible, también el año anterior...) Tenía clavada esa espina y debía hacer algo. Míster cerebro se mostró de acuerdo, claro, sí, dame una novedad, déjame pensar en ideas nuevas, ¡cómo me divierto! Y así fue, decidí elegir una de las tantas historias que esperan su turno en la carpeta de ESCRITOS MÓNIKA FEREN, que más bien debería llamarse, locuras Mónika Feren.
En abril me impuse escribir todos los días y casi lo logré, batallando con míster cerebro que a veces se resistía, ay, Mónika, hoy no me apetece, ¿por qué no te pones a hacer otra cosa? No sé, ¿no querías grabar algún vídeo para YouTube? ¡Escucha, tengo algunas ideas! ¡Escucha! ¡Escúchame! Pero yo constante a más no poder, volvía al documento a escribir.
A finales de mayo el primer borrador estaba listo gracias a esa constancia (y no a míster cerebro, precisamente)
Junio lo dediqué por completo a la edición de ese primer borrador, corta, pega, escribe y reescribe. Con la ayuda de mi querida lectora Alfa💌, la única a la que pude recurrir porque no quedaba mucho tiempo. El plazo para la presentación al Premio Literario Amazon es hasta el 31 de agosto, pero yo quería publicarlo en julio, porque agosto es de vacaciones y porque además pensé que debería estar publicado antes de que llegara ese plazo. Bien.
Julio. Aquí estamos. Míster cerebro y yo hemos llegado al final del camino. Tras la reedición, corte, pega, reestructura, corrección, maquetación y publicación de Ciudad Gris. Debería estar muy feliz y lo estoy. Quizás no tan entusiasmada como en esas primeras publicaciones. Me siento cansada, escribir me divierte, no podría vivir sin escribir, aunque fuesen unas palabras como estas que lees, pero ha sido agotador, no lo niego. El resultado me encanta, e incluso así siento que quiero alejarme de la historia durante un tiempo. Yo también.
Pero, ¡ah! Falta una parte importante del proceso creativo de escribir un libro, la promoción. Entonces me pregunto, ¿para qué escribiste esta novela? Para presentar al Premio Literario Amazon y eso ya lo he conseguido. Debería relajarme, hacer aerobic, lo que médico irlandés le recomendaba a Leo Nakamura, protagonista de Ciudad Gris 😁
Y eso es justo lo que voy a hacer. En esta entrada, de repaso a julio y reflexiones, dejaré el prólogo y el primer capítulo de Ciudad Gris para quien quiera leerlo. De antemano me gustaría agradecer a todas las personas que le darán una oportunidad a esta historia que ni siquiera puedo catalogar firmemente, ¡qué raro! Thriller de acción y misterio, un poco de ciencia ficción, cyberpunk…
Nos vemos en la siguiente página del cuaderno🗒️
Mirta
Dos vacas yacían inertes bajo el sol. El olor a putrefacción se mezclaba con el de la hierba fresca y unas moscas revoloteaban en los intestinos que asomaban junto a las ubres. La sangre seca sobresalía por debajo, cubriendo buena parte de la hierba que hubieran pastado de no ser por ese destino tan terrible. Los huevos frescos seguían esperando en el gallinero, mientras sus ponedoras también permanecían tiesas con las alas estiradas y la bilis brotando del interior.
El final de los conejos fue un poco más terrorífico. Los tres milímetros por semana del crecimiento dental se convirtieron en un centímetro por minuto y sus dientes perforaron el cerebro de inmediato.
Las moscas se daban un festín veraniego en la abundante comida, regalo de cierto experimento reciente en las Afueras Verdes. Allí el tiempo se detenía bajo la sombra agradable de los árboles, un panorama muy diferente a la neblina constante de Ciudad Gris.
La bicicleta de paseo de Mirta estaba junto a las escaleras de entrada a la cabaña, apoyada sin ningún cuidado. La cesta de mimbre tenía otra más pequeña llena de manzanas y pan, junto a agua oxigenada, vendas y esparadrapo. Sobre el manillar colgaba la pamela extravagante que había ocultado el rostro de Mirta cuando se iba de su piso en el Bostak. El viento suave movía el lazo de lado a lado y traía el aroma dulce de las frutas.
Quietud. Silencio. La escena perfecta de un crimen. Mirta salió de la casa. Llevaba puesta una fina bata transparente que dejaba ver sus carnes flácidas. La boca permanecía semiabierta, seca con los labios agrietados. En la mano tenía el botiquín que había traído. Colgaba al final de su brazo, con las vendas desparramándose por el suelo. Se puso la mano a modo de visera y oteó el horizonte. Nadie a la vista. Dejó caer el botiquín y se recogió el cabello con un gesto nervioso. Tenía asuntos que tratar. Se rascó las heridas de la mejilla y arrancó varios trozos de costra que ya se formaba. Después los miró como quien mira un moco recién recogido y se encogió de hombros.
Se puso de pie, agarró todas las vendas y se las metió bajo el brazo. Sus movimientos eran erráticos como si tuviera mucha prisa. Primero atendería a las vacas, necesitaban cuidado de inmediato, no podía permitir que llegara la noche y las vacas siguieran allí afuera, solas, en medio del campo.
—Como todas las noches —se dijo—. No. Ya nada es igual.
Tenía que hacer algo. Más tarde se ocuparía de las gallinas y los conejos.
Se acercó a las vacas, entonando una canción antigua de la que recordaba la letra. Una canción de escuela que los maestros le mostraban para aprender los sonidos de los animales de granja:
Y como hace el cerdo, el cerdito hace oink, oink, oink.
Y cómo hace el gallo, el gallo canta Kikiriki,
Y cómo hace la oveja, be, be, be.
¿Y la vaca cómo hace? Mu, mu, muuuu.
Pero las vacas no habían mugido solo un par de veces. Las vacas habían enloquecido. Los mugidos no sonaban a ese mu infantil tantas veces cantado, sonaba como si estuvieran a las puertas del matadero, esperando su turno.
—¿Por qué hicisteis eso, bonitas? Algo malo ocurría, sí, pero no sabíais, no sabíais, solo sois animales, eso es…
Mirta se agachó y se puso de rodillas frente a los intestinos de Pili, la vaca más vieja, la que necesitaba más cuidado. Intentó colocarlos en su sitio, dentro de la abertura que ella misma había hecho el día anterior. Por allí se habían deslizado los intestinos como cuerdas engrasadas. Todo estaba lleno de sangre seca ya coagulada. Se remangó la bata distraídamente mientras seguía con la canción y aumentaba su propia locura. Intentó enrollar una venda alrededor del cuerpo del animal, pero al ver que era imposible, la dejó por encima uniéndola con un poco de esparadrapo. Luego observó el corte limpio en el cuello. Se quedó pensativa y agarró la cabeza del animal mirándolo a los ojos vidriosos donde las moscas disfrutaban del banquete.
—Pili, os dije que teníais que estar en silencio, eso no podía ser, si seguíais así nos encontrarían. ¿Quién sabe? Tenían un objeto raro…
Miró al cielo y luego de nuevo a la vaca.
—Metálico, brillaba mucho y de repente ¡subió hacia arriba! —exclamó. Al mismo tiempo sus enormes ojos azules giraron en las cuencas—. ¡Pum! Aunque no fue pum, no explotó nada. El silencio más desgarrador…
El mismo que reinaba en el lugar. Solo los cánticos de los pájaros, grillos y chicharras entre las hierbas lo rompían.
—Se protegían, sí, tenían trajes especiales. ¡Experimentos, Pili, experimentos! ¡Aún no estaba preparada! Yo…
—Mili. —Se dirigió a la otra vaca y vació toda el agua oxigenada encima de sus heridas. De poco servía—. Ya está, te pondrás bien, sí, lo harás.
Se levantó de un salto con una gracilidad incompatible con sus problemas en las piernas y se quedó en cuclillas escuchando algo que provenía del camino, pero nadie entraba así como así en las Afueras Verdes y eso Mirta lo sabía. Tenían que ser ellos. Volvían para encerrarla.
Todos anhelaban el aire limpio del lugar, a tan solo cinco kilómetros del centro y en el último oasis de tranquilidad disponible para quien pudiera pagarlo. Las Afueras Verdes eran más verdes que nunca gracias a los castaños y robles plantados treinta años atrás. Ocupaban más de la mitad de las treinta y cinco hectáreas del recinto cerrado. En plena explosión de verdor, la forma de pulmones de la plantación no era casualidad, sin embargo, las plagas cada vez más agresivas se propagaban con rapidez. Muchos árboles morían o se secaban, otros sobrevivían gracias a las mutaciones genéticas y los injertos de laboratorio, consiguiendo cierto equilibrio. La tecnología puntera se encontraba en cualquier parte, en las cabañas, en el suelo, en los árboles y el agua. Todo funcionaba de una manera precisa para garantizar un espacio seguro y limpio. Pero era muy caro, tanto que solo era posible en ese espacio cerrado.
El perímetro de las Afueras Verdes estaba protegido por una valla ultrasónica de última generación. Ningún ser vivo, ni muerto, podía pasar a menos que los guardias de vigilancia permitieran la entrada. O eso creían. Ciertos caminos estaban ocultos para algunos.
Lo primero que se veía al entrar era una enorme cabaña de madera convertida en centro de interpretación turístico. Las Afueras Verdes se utilizaban como un buen reclamo para atraer visitantes. Las precios subían cada semana, pero siempre había algún incauto dispuesto a pasear entre la naturaleza más pura que existía en muchos kilómetros. Escuchar los cánticos de los pájaros durante las vacaciones se había convertido en el turismo de moda para los más ricos. Escapaban de la contaminación, del ruido constante de coches que iban y venían, de gente estresada y enfadada, de jefes abusones.
Las otras cabañas, de los privilegiados que habían podido comprar un solar, se camuflaban en la espesura del bosque como si ellas mismas brotasen de las raíces profundas. Los más ricos y poderosos de la ciudad tenían alguna parcela en propiedad, otros con más suerte la habían heredado de algún familiar, o habían conseguido a base de créditos y endeudamientos hacerse con un poco de aire fresco. Tan codiciado en los últimos tiempos.
En las Afueras Verdes la temperatura disminuía al menos cinco grados con respecto a la ciudad y sus armazones de cemento que absorbían el calor del día. No se oía nada más que los pájaros entonando alegres canciones, sin importarles el calor abrasador de la tarde del lunes. Las chicharras y las ranas del estanque central sonaban de vez en cuando. Extenuadas. Algunas sin vida. Como los animales de Mirta.
Mirta miró hacia su cabaña, debía dejar a los animales y ponerse a salvo. La cabaña tenía forma de semiesfera y era de las más modernas construida por su marido Tomás Deley, un arquitecto de renombre. Al lado había una idéntica de piedra que pertenecía a su hermana ya fallecida. Mirta a veces la usaba como almacén o guardarropa y dada su afición por coleccionar objetos le servía de mucho. Su cabaña era más grande de lo que parecía a simple vista. Sorprendía la cocina de concepto abierto, con una campana que parecía la nave de algún alienígena y encimeras de mármol. Un sofá de dos plazas servía de separación entre la cocina y la pequeña sala, donde Mirta leía muchos libros frente a la ventana. La habitación era confortable con una cama enorme y un vestidor que nadie utilizaba. El baño tenía un jacuzzi igualmente inútil. Mirta no quería vivir en las Afueras Verdes. El aire era limpio, sí, pero ¿qué pondrían en él para que fuese así? Lo mejor era vivir en un lugar poco importante, un lugar en el que nadie la vigilara como el edificio Bostak. Por desgracia los animales necesitaban alimento y justo entonces había ocurrido todo. No se había equivocado, algo se cocinaba en las sombras de Ciudad Gris, aunque había sido demasiado lenta.
La parcela tenía suficiente terreno para acoger a dos vacas lecheras, seis gallinas, un gallo y cuatro conejos blancos. Vivían y comían sin preocupaciones. Al menos hasta el día anterior. Ahora la muerte había llegado con su oscuridad.
Mirta recogió las vendas a toda prisa y volvió a la cabaña mirando a los lados. Alguien venía, podía escuchar el motor de un quad o de una de esas motos de campo que a veces andaban por allí. Tenía que esconderse. Ellos eran los malos. Querían apropiarse de su mente y de su cuerpo si los dejaba. Casi lo habían conseguido.
Los pensamientos extraños no se habían detenido desde que había visto el experimento escondida tras el árbol. El objeto metálico se transformó en una esfera perfecta, giró durante unos segundos en el aire y volvió a su forma original. Nunca había visto un metal comportándose así, unos días atrás hubiera dicho que era imposible. Después de la sorpresa inicial, el caos comenzó. De las cabañas salieron varios militares rascándose el cuerpo, otros agarrándose la cabeza. Una señora muy corpulenta apuntaba con una porra a un hombre menudo. Los animales no dejaban de aparecer comportándose de un modo raro. Entonces Mirta se acordó de sus propios animales. Tenía que irse cuanto antes, tal vez era demasiado tarde para ella, pero no para sus vacas, no para Mili y Pili. Y las gallinas y el gallo. Y los conejos.
La desolación llegó al ver a las vacas corriendo por el prado. Aún resonaban en sus oídos los mugidos desconsolados y los ojos en blanco de las vacas lecheras. Las gallinas estaban desesperadas, los cacareos tan agudos hicieron que Mirta creyese que iba a explotar su propio cerebro. Sabía lo que tenía que hacer, pero no quería. ¿El experimento le habría afectado? Los pensamientos que dominaban su mente no le pertenecían.
Mata a los animales para salvarlos.
Los conejos se revolvían en las jaulas, pero ellos pronto perdieron la vida sin necesidad de que Mirta tomara partido. Tuvo tiempo de pensar que el radio de acción de aquel objeto superaba al menos los quinientos metros. Si llegaba a la ciudad sería el caos.
El machete largo que usaba para cortar ramas pequeñas resultó ideal para emprender la misión. No hubo resistencia. Estaban bajo el influjo de algo muy poderoso y desconocido, animales y mujer bailaban al compás de la misma melodía demencial.
—¡Por favor! Guardad silencio… —lo intentó durante unos minutos y después solo actuó.
No fue hasta más tarde que pensó en el botiquín y las vendas. En el piso del Bostak tenía unos cuantas. Iría a la ciudad para salvar a sus animales. Los animales para ella eran sagrados, debía salvarlos, salvarlos después de darles muerte.
Salió de las Afueras Verdes después de dar muerte a los animales. Había mucho por hacer. La cantidad de personas perdidas y desorientadas aumentaba según lo cerca del radio acción del objeto que se encontraban. Vio muchas cosas, tal vez demasiadas, imposibles de recordar. Nadie la detuvo porque utilizó la entrada y salida secreta que pocos conocían. La que su marido también había construido como regalo para ella. Una puerta oculta en el tronco hueco de un árbol descendía hacia abajo unos metros y continuaba bajo tierra, hasta salir al otro lado de la valla ultrasónica.
Cuando regresó con las vendas y el botiquín entró por el mismo sitio. No se fiaba ni siquiera de ella misma. La desconfianza acumulada durante toda la vida le servía para dar pasos firmes y certeros.
Ahora la cabaña de Mirta, que normalmente brillaba por un exceso de limpieza, estaba llena de sangre reseca. El machete largo seguía sobre la encimera de mármol. El suelo ya no era blanco, sino rojo.
—¡Mira que desastre! —exclamó. Enseguida se echó las manos a la boca cerrándola—. Mantente en silencio, más bajo, sí…
Se acercó a la ventana que había junto a la puerta y retiró la cortina un poco. Dos militares inspeccionaban su parcela. Se miraban sin comprender señalando a las vacas. Los trajes metálicos relucían bajo el sol de la espléndida tarde de julio. El quad en el que habían llegado aún tenía el motor encendido.
El vecino de la cabaña más próxima, Arturo, un hombre joven de apenas treinta años, apareció en la escena sin que los militares se dieran cuenta. Caminaba, o más bien saltaba sobre la pierna izquierda, ya que la mitad de la derecha había desaparecido. Pero sonreía, incluso con ese muñón bajo la rodilla. En una mano llevaba un cuchillo jamonero. A la pérdida de la pierna se unía también la de la mano derecha. Otro muñón cubierto con multitud de telas ensangrentadas era todo lo que quedaba. Mirta lo miró pensando qué podía hacer para ayudarlo. Tendrían que matar a los militares. Ellos estaban a salvo en sus trajes, de momento.
Mirta se colocó la bata y se encogió de hombros, de todos modos estaría horrible, así que se deshizo de la bata, y salió afuera solo con las bragas blancas y las medias apretando sus pantorrillas. Se las había puesto al llegar a la cabaña, no soportaba sentir la piel flácida. Se acordó de su vecino Nakamura, al que llevaba leche fresca todos los lunes menos ese. Él decía que esas medias terminarían por darle problemas. ¿Qué sabría él? ¿Acaso era médico especialista? Además, los problemas ya los tenía. Si tan médico se creía tal vez pudiera dar algún diagnóstico de esas heridas que ya ocupaban casi todo su rostro invadiendo la frente. Picaban como condenadas, pero no había tiempo de atenderlas.
Cogió el machete largo y salió. El sol le dio en los ojos cuando abrió la puerta, lo que le impidió ver cómo el vecino clavaba el cuchillo jamonero en la espalda del militar. La sonrisa de Arturo se ensanchó. Reflejaba su diversión a pesar del estado maltrecho de su cuerpo.
—¡¿Qué hace?!
La voz del otro militar sonaba mitigada por el traje metálico, y aun así el terror llegó hasta Mirta de manera clara. Las piernas del cobarde militar apuntaban hacia el quad. Dudaba si ayudar a su compañero o salir corriendo.
Mirta avanzó despacio hacia ellos. El militar hizo un placaje al vecino sin problema y Arturo cayó en cámara lenta con la sonrisa en el rostro. El traje metálico se desgarró con el cuchillo que estaba con la hoja afilada mirando hacia arriba. Entonces el militar se levantó olvidando a Arturo, como si ahora el problema fuese mucho mayor. El traje ya no le protegía.
—No… no…
—¿Qué pasa? —Mirta ya estaba casi a su altura. Él la miró con horror—. ¿Tienes miedo a unas ondas electromagnéticas? No ves que ya no pueden afectarte, ya ha pasado. ¿O crees que es como la radiación? Si es así, ya la he llevado a la ciudad.
Sonaba igual de condescendiente que con las vacas muertas.
—Ya pasó, todo está bien.
—¡Deténgase! ¡Suelte eso!
—¿Qué suelte qué?
El militar trastabilló y cayó de espaldas. El vecino aprovechó el momento para coger el cuchillo y le segó el cuello. Mirta sonrió. Arturo le devolvió la sonrisa.
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