Nací en Zaragoza, en invierno de 1980. En la adolescencia me aficioné a la lectura y, años más tarde, empecé a escribir mis propias historias. Recuerdo que "Misery", de Stephen King, me marcó durante el aburrido verano de 1993, quizá 1994. No tengo manías acerca de dónde y cuándo escribir pero, si tengo que elegir, prefiero hacerlo en el despacho de mi casa, temprano, cuando la mayoría de la gente todavía duerme. Escribir es una parte muy importante de mí. No me veo sin hacerlo con asiduidad. Sería como si… ¿me quitaran un riñón? No exactamente. Se puede vivir con un único riñón. Más bien es como si quitaran el hígado o los pulmones.
O la cordura.
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EL VIAJE IMPOSIBLE
por Javier Núñez
1.
—¡Se aproxima visita! —gritó Ufen sin volverse.
—¡¿Cuántos?! —preguntó Siana.
—¡Dos!
Cuando llegó arriba, Ufen le pasó los prismáticos y Siana contrastó la información por sí misma. No estaban demasiado lejos, pero por entonces apenas eran algo más que dos manchones de color marrón claro. Calculó que llegarían en torno al mediodía, bajó los prismáticos y se los devolvió a su marido.
—¿Has madrugado por ellos? —le preguntó.
No pudo evitar reparar en lo mucho que su cuerpo estaba envejeciendo. Por todas partes tenía colgajos de piel, y sus músculos —antaño lo bastante fuertes como para talar árboles de sol a sol— estaban descarnados y laxos. Ella se encontraba en una situación similar. Aún podían valerse por sí mismos, pero era una tontería negarse a admitir que estaban afrontando la recta final de sus vidas.
—Anoche los vi acampando. Han dormido casi hasta el amanecer, así que deben estar agotados —repuso Ufen.
—¿Por qué no me dijiste nada?
—Cuando fui a acostarme roncabas como un kilú —bromeó Ufen.
—Mentira —rio Siana.
—Lo que tú digas.
—No tienes pruebas de ello.
—Había una familia de kilús pegada a la ventana. Debieron oírte y vinieron para ver si eras de los suyos —se carcajeó Ufen.
—Serás embustero —gruñó Siana sin dejar de reír.
Ufen alzó los prismáticos de nuevo y observó a los viajeros.
—¿Cuánto hace desde la última vez? —preguntó Siana.
—No sé, pero más de cien soles seguro —repuso Ufen.
—Están desapareciendo —afirmó Siana.
—Sí, eso me temo —convino Ufen con un matiz de lástima en la voz.
Siguió un silencio suave mientras el aire casi inexistente les golpeteaba las piernas. Habían sido felices allí, alejados del resto de su especie, viviendo como se les antojaba. Siana no habría cambiado la vida que había tenido por nada, y le constaba que Ufen tampoco.
—Voy a matar un Grem. Seguro que han pasado mucha hambre —anunció su marido, y comenzó a descender de la loma.
2.
—Nosotros no tenemos nombre. No los necesitamos —dijo la hembra.
Ufen ya lo sabía. Tenía una gran experiencia como anfitrión de tribastes.
—¿Y sed? ¿De eso tenéis? El agua de nuestro pozo es clara y está fresca.
—La verdad es que nos vendría muy bien llenar nuestras cantimploras —admitió el macho.
Cada uno llevaba tres atadas a las alforjas mediante cordeles, y bailoteaban como si estuvieran vacías… o casi.
Ascendieron la loma, y cuando la descendieron por el otro lado ambos se sorprendieron de encontrar una casa tan grande y bien cuidada como la que Siana y él tenían.
—¿Vives aquí? —preguntó el macho.
—Sí. Con mi mujer, Siana, que está en la cocina preparando algo de comer. Hoy seréis nuestros huéspedes.
—Tenemos carne ahumada —señaló la hembra.
—Lo imaginábamos. Pero os queda la parte más dura del camino. Será mejor que la guardéis para echar mano de ella más adelante —les aconsejó Ufen.
—Hace mucho que no vemos a nadie. Y, la verdad, no esperábamos hacerlo ya —le confesó el macho.
Ufen emitió una suave carcajada. Sabía que sus conductos auditivos eran bastante sensibles y no quería dañárselos.
—Nos gusta la tranquilidad —repuso.
—En ese caso, sentimos habérosla roto con nuestra aparición —se disculpó la hembra.
Ufen negó con la cabeza.
—No, no. En absoluto. Adoramos tener visita de vez en cuando —aseveró.
Lo que no dijo era que, por su naturaleza, todas las visitas que recibían eran muy breves. Algunas ni siquiera accedían a quedarse a comer. Llenaban las cantimploras y proseguían su camino, ansiosas por alcanzar su objetivo.
Se detuvieron ante el pozo, y cuando Ufen extrajo un cubo de agua fresca y cristalina los dos tribastes hicieron un gran esfuerzo por contener la tentación de hundir la cabeza en él y beber hasta hartarse. La hembra se acuclilló, llenó parte de su cantimplora y la apuró de un trago.
—Hace bastante calor aquí —comentó el macho, mirando en derredor.
—La verdad es que sí —coincidió Ufen, que añadió para sus adentros: ‹‹Pero no es nada comparado con lo que os aguarda››.
3.
—Una carne riquísima. ¿Cómo decís que se llamaba este animal? —preguntó.
—Grem. Los criamos ahí atrás, al aire libre, en total libertad. Por eso están tan sabrosos —explicó Siana.
—¿Nunca habéis oído hablar de ellos? —preguntó Ufen, a sabiendas de cuál sería la respuesta.
—En el lugar del que venimos solo hay animales pequeños. Sin patas. Son reptantes y se esconden bajo tierra —explicó el macho.
La hembra, que masticaba el último bocado de su plato, se volvió hacia su compañero de viaje.
—Una sola ración de Grem da más energía que cincuenta twolas. Y tiene muchísimo mejor sabor.
El macho asintió con la cabeza.
Ufen y Siana lamentaban el trágico destino que aguardaba a su especie. La extinción los acechaba desde hacía tiempo, pero mucho se temían que aquellos dos formaban parte de una de las últimas generaciones. Ambos recordaban las expediciones multitudinarias a las que habían permitido hacer un alto en el camino para rellenar sus cantimploras. Eran tiempos en los que aún se esforzaban por convencerlos para que dieran media vuelta y regresaran a casa. Tiempos en los que la incapacidad para lograrlo aún los frustraba.
—¿Os apetece una infusión de hierbas aromáticas? Las cultivo yo misma —les ofreció Siana, que siempre había sido una anfitriona atentísima.
—¿Qué es infusión? —preguntó la hembra.
—Se meten hierbas en agua caliente y se dejan reposar unos minutos. Lo que se obtiene es un extracto delicioso —explicó Ufen.
—Ah, pues sí —accedió la hembra.
—Sí. A mí también me gustaría probar esa dusió —convino el macho.
Ni Siana ni Ufen se molestaron en corregirlo.
4.
—Es tan impresionante —musitó el macho con aire soñador.
—Sí. Lo es —mintió Ufen.
El macho suspiró.
—¿Cómo podéis resistiros a no ir? —quiso saber.
—Mi mujer y yo somos demasiado viejos y estamos demasiado cansados para emprender un viaje tan exigente. Así que nos conformamos con ayudar a quienes todavía tienen fuerzas para hacerlo —terció Ufen.
El macho profirió un gruñido claramente desaprobador.
—Entiendo —dijo en cambio.
Quizá había decidido que discutir acerca de la vacuidad de una vida como la que ellos llevaban era una pérdida de tiempo.
Ufen sabía que, para ellos, no ir al encuentro del sol iba contra natura. Nacían, crecían y se reproducían pero, una vez dejaban atrás esa última etapa, dirigirse hacia el Sengroot se convertía en una necesidad irreprimible. Cuando en el pasado, Siana y él habían tratado de convencer a sus huéspedes de luchar contra el tirón, ellos simplemente no los entendían.
Porque, ¿quién en su sano juicio no querría hacer aquello?
—¿Partiréis mañana por la mañana? —preguntó Ufen.
—En cuanto repongamos fuerzas. Ya no queda mucho, y estamos ansiosos por llegar —aseveró el macho.
Ufen asintió con la cabeza y se limitó a permanecer en silencio. Había tenido aquella misma conversación —incluida la parte en la que los viajeros despreciaban la forma de vivir sus vidas— centenares de veces.
Siana corrió la cortina y dejó la habitación en penumbra. Luego se escurrió entre las sábanas, besó a su marido en la frente y giró sobre sí misma hasta darle la espalda. Ufen se pegó a ella y le pasó un brazo alrededor de la cintura.
—Siempre me ha gustado ser hospitalaria con ellos. Ofrecerles una última buena comida y una última noche de descanso en una cama en condiciones. Pero cada vez me resulta más duro —le confesó.
—Lo sé —contestó Ufen, comprendiendo perfectamente a qué se refería.
—Y sé que su extinción no debería hacerme sentir mal, pero no puedo evitarlo.
—Me gustaría saber qué es lo que está acabando con ellos —caviló Ufen.
—Alguna clase de plaga, probablemente —barajó Siana.
—Sea lo que sea, debemos dejar que la naturaleza siga su curso. Morir en el intento está tan arraigado en sus genes que sufrir por ellos es una tontería.
Ufen le acarició el vientre con la yema de los dedos.
—Estoy convencido de que Therot está orgulloso de nosotros. Cuando muramos, nuestras Hikas descansaran para toda la eternidad a su Diestra.
—¿Juntas? —preguntó Siana.
—Vivimos como una sola Hika. Respetará nuestra voluntad —afirmó Ufen.
Dijo aquello como si lo supiera, cuando lo cierto era que las decisiones de Therot eran incognoscibles. Confiaba en que lo haría, pero si no era así lo aceptaría. Él era el Sabio entre los Sabios.
Le dio un beso en la parte posterior de la cabeza y cerró los ojos.
—Que descanses.
—Y tú.
6.
Siana preparó un desayuno opíparo, cuyo alimento estrella eran los huevos de Grem, que les proporcionaría la energía necesaria para caminar durante toda la jornada. A partir de ahí tendrían que arreglárselas como buenamente pudiesen. Siana y Ufen nunca habían sabido cuánto tiempo eran capaces de seguir avanzando antes de morir achicharrados. Lo que sí sabían era que antes de que expelieran su último aliento sufrirían mucho.
Cuando rebañaron sus platos, la hembra dijo, hablando en nombre de los dos:
—Queremos agradeceros lo que habéis hecho por nosotros. Ojalá pudiéramos daros algo a cambio.
‹‹Podríais regresar a vuestro lugar de nacimiento y decirles a los vuestros que ir hacia el Sengroot es una trampa mortal››, se dijo Siana para sí.
—Vuestra compañía ha sido premio suficiente —contestó en cambio.
Esa mañana habían salido de la habitación en la que habían pasado la noche con las alforjas ya cargadas, y Ufen y Siana sabían que había una cosa que no faltaría entre sus pertenencias: un bote que contenía una tribap seca, la flor que Sengroot le había dado a su amada en las historias antiguas antes de partir hacia la guerra, convertirse en mártir y ascender al firmamento.
—Le diremos a nuestro dios que hable con el vuestro para que os premie —dijo el macho en tono fingidamente solemne.
Porque para los tribastes, Sengroot era el único dios auténtico. El resto solo eran impostores con grandes dotes para el engaño que habían conseguido encandilar a un puñado de ingenuos ignorantes.
—Eso sería fabuloso —apreció Ufen, con una sonrisa ensayada.
Los acompañaros a la puerta y los despidieron con la mano. El macho y la hembra reemprendieron la marcha con la decisión de quienes están convencidos de que alcanzarán la gloria.
—Buena suerte —les deseó Siana.
A continuación, profirió un hipido y Ufen supo que se le habían saltado las lágrimas. Le rodeó los hombros con un brazo y la atrajo hacia sí.
—Perderán la consciencia antes de darse cuenta de que han fracasado. Y quizá en ese estado febril anterior a la muerte sueñen que lo han logrado —reflexionó.
Siana asintió con la cabeza.
—Ojalá —musitó.
Muy buen relato. Acostumbrada a leer tus novelas no esperaba menos, aunque no esperaba que fuese tan diferente del género que acostumbras, lo cual quiere decir que no te estancas en una única forma de escribir. Y gracias por compartirlo. Esperanza Solymar
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